Flavio G.

Entre descubrimientos y realidades confrontadas,

Flavio nos invita a reflexionar sobre la identidad

y las historias no contadas detrás de la adopción.

“Encontrar lo que uno busca puede no ser del todo grato. Puede que lo que encontremos o veamos no nos guste demasiado, por eso hay que estar preparado”.

Esa frase me la pronunció mi terapeuta hace unos 6 o 7 años, nunca la olvidé.

 

Aunque no era tema recurrente en nuestras sesiones, cada tanto hablábamos de mi condición de adoptado. Yo le contaba que a diferencia de lo que les pasa a muchos en mi misma situación, yo no tenía la más mínima intención de saber o buscar a quienes son mis padres biológicos.

Y, coincidentemente con eso, yo nunca sentí que me faltara algo o que estuviera incompleto por no haber tenido a mis padres biológicos. Creo que nunca lloré por esa situación. Tampoco nunca creí que del otro lado alguien me estuviera buscando. Y a pesar de que en mi familia los vínculos son un poco distantes, nunca sentí que tenía otra familia (biológica) ni mucho menos.

Fue así hasta hace poco, cuando hubo un clic, o varios en simultáneo, al mismo tiempo que me acercaba a los 40 años. Tenía estabilidad laboral y de pareja. Nos mudamos a la que sería ya nuestra propia casa . De repente pensé: “Bueno, ahora que ya acomodé todo esto, estoy listo”.

Este nuevo período no lo sentí con el dolor del ‘abandono’, sino como una reivindicación, un derecho (el de la identidad) que yo me debía a mí mismo.

Fue así que activé de manera concreta la búsqueda que nunca había hecho.

Una vez que estuve resuelto, fue todo bastante fácil. Le pedí a mi mejor amigo, que sigue viviendo en aquel pueblito rural de nuestra infancia, que ‘tirara algunas líneas’ de manera muy discreta porque mis padres todavía viven por suerte.

Mientras tanto, durante una visita de mis papás, les dije lo que nunca antes me había animado a decirles: Que yo sabía desde los 10 años de mi condición de adoptado, porque una vez los escuché a ellos hablar de ese tema.

La conversación que tuve con ellos me dio un gigantesco alivio y, al mismo tiempo, me dio la certeza de que ellos no me habían dicho todo. Dijeron no saber nada de mis padres biológicos y yo acepté sus respuestas, aunque supe desde el primer momento que no me decían todo lo que sabían.

Me detallaron, eso sí, todos los tratamientos médicos, las penurias y hasta las estafas que sufrieron mientras buscaban quedar embarazados, lo cual me conmovió hasta las lágrimas. Personas tan nobles, llenas de bondad, e incapacitadas de poder procrear. Que injusta es la vida a veces.

Por suerte, y a pesar de sus verdades a medias, no pasaron muchos días hasta que llegaron novedades. Mi mejor amigo me dio el nombre y apellido de mi madre biológica, y hasta me comentó que hay familiares de ella viviendo en el que era mi pueblo.

Al verano siguiente, durante mis vacaciones, fui hasta la ciudad donde vive esta mujer. Yo contaba con alguna indicación de barrio y calle donde vivía. Toqué timbres y recorrí la zona pero no pude dar con ella. Ese mismo día la busqué en Facebook y le escribí. Para mi sorpresa me contestó a los pocos minutos y aceptó darme su número de teléfono.

La llamé y después del ‘hola’ de rigor disparé muy seguro: “¿Sabés quién soy?”. “Claro que sé quien sos”, me respondió la mujer con voz de locutora madura y una seguridad y calma tal que me hicieron tartamudear las palabras siguientes.

La charla telefónica duró 2 o 3 minutos; los suficientes como para que yo le agradeciera varias veces por haberme dado en adopción. Ella me contó que quedó embarazada a los 16 años, y que sus padres la rechazaron al igual que el hombre que la embarazó. Desesperada dejó su pueblo y se fue a la ciudad. Allí un médico le dijo que por su avanzado embarazo, de unos 4 meses, la opción era entregar a ese bebé en adopción.

Unas semanas después apareció un matrimonio interesado.

Por último, me contó que su vida había seguido camino. Tuvo dos hijos más, que hoy ya son adultos y que desconocen todo sobre esta historia que relato.
Quedamos en encontrarnos al día siguiente pero eso nunca ocurrió.

Después de nuestra conversación telefónica ella me envió un mensaje cancelando el encuentro acordado y explicando que la situación había sido muy movilizante para ella. ‘Le había caído la ficha’. Pude entenderla perfectamente aunque, luego me enojé bastante cuando descubrí que tras la cancelación ella me había bloqueado en redes sociales y en el teléfono; clara señal de que no quería tener más contacto conmigo.

Pese a no poder verla cara a cara, poder conocerla por teléfono y en las redes sociales a ella y a su familia, me permitió corroborar lo afortunado que fui al ser entregado a ese par de soles que son mis padres.

Es la primera vez que escribo y hago pública mi experiencia. Pero con frecuencia leo otros relatos e historias. Por lo general, son casos muy similares en cuanto a la mecánica de adopción: básicamente ocurrieron en las décadas del 70 y 80, fuimos anotados como hijos biológicos y por ende hay pocos datos en papeles al respecto. La única que nos queda es conseguir testimonios de familiares o amigos de la familia que nos puedan dar algún indicio.

Estoy convencido que, en defensa propia, quienes fuimos adoptados debemos contemplar todas las opciones posibles como parte de nuestros orígenes. Una de ellas es que nuestra historia haya comenzado con una mujer embarazada que – por distintos motivos y circunstancias – encuentra que entregar a su bebé en adopción es la mejor opción para el niño y para luego poder seguir adelante con su vida. También es una posibilidad concreta que la persona que estemos buscando no tenga el mismo interés que nosotros por conocernos y saber de nuestras vidas. En ningún caso estoy haciendo un juicio de valor. No es el propósito de estas líneas. Simplemente una descripción basada en hechos reales, muy reales.

Es probable que en muchos casos el desconocimiento de nuestros antepasados nos entregue la permanente sensación de inseguridad, como si no saber de dónde venimos nos impida poder determinar para dónde vamos.

Pero también podemos pensarnos como el primer eslabón de la cadena, como la máquina del tren que siempre empuja para adelante. Sentirnos con la enorme posibilidad de dar comienzo a una nueva estirpe y agradecer a la vida y a quienes nos ayudaron a ser quienes somos. Agradecer a la vida que siempre, siempre nos permite reinventarnos y salir adelante.

Foto de Manos - Testimonio Flavio G

Flavio es Comunicador Social y actualmente vive en Córdoba.

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