Laura
Nacida en La Boca y adoptada a los 4 meses, relata su viaje lleno de búsquedas,
secretos y reflexiones sobre lo que significa ser hija adoptiva.
Leo “historias de éxito” en la adopción,
de caminos sanadores, de vínculos fantásticos y pienso: ‘Mi historia no es así’. De hecho, la continúo resignificando y abundan en ella vínculos frágiles, secretos, desencuentros, interrogantes, soledad, miedos… Ojalá mi historia pueda ser útil para que madres y padres adoptivos puedan acompañar a sus hijos.
Mi padre adoptivo era infértil y mi madre adoptiva no quiso someterse a ningún tratamiento médico para intentar concebir un hijo. A ella le pareció que adoptar era la opción más lógica para satisfacer su deseo reproductivo. Además, mi padre era bastante mayor y no quería tener hijos aunque finalmente aceptó iniciar el proceso de adopción.
En la época en la que yo nací, era relativamente fácil acceder a la irregularidad en la adopción para una pareja de su posición económica. Sin embargo, mis padres siguieron el procedimiento estrictamente legal, aspecto que para mí ha ido cobrando valor.
Nací un día de Julio del año 1981, en Buenos Aires, en un hospital del barrio La Boca.
Me adoptaron cuando tenía 4 meses de vida.
Sé que antes de ser entregada en adopción, viví durante un tiempo con mi primera madre y mi hermano, que era dos años mayor que yo. Él mismo me contó que se acordaba del llanto de un bebé. Después, mi primera madre me debió llevar a un hogar de niños.
Siempre supe que era adoptada. Mi madre (adoptiva) me explicaba, a modo de cuento, el día que me fueron a buscar al hogar. Recuerdo que me gustaba mucho escuchar el relato.
Después de los primeros años, no solíamos hablar de la adopción ni dentro ni fuera de casa. Sin embargo, no era un secreto, era sólo un asunto privado. Y para mí no era necesario mencionarlo; ni siquiera mis ‘mejores amigas’ lo sabían.
Con el tiempo he podido ver que lo que sentía era vergüenza.
Vergüenza de que no me hubieran querido.
Esa emoción acabó convirtiéndose en un rasgo.
El vínculo que construimos con mi madre tampoco fue sobre ruedas. Yo no me sentía segura. No sé qué pasó. Tal vez fue su delicado equilibrio emocional o las expectativas desajustadas. No sé si tuvo que ver la adopción. Sin duda, necesitábamos ayuda terapéutica.
Durante mi infancia vivimos en España. Mis padres se divorciaron allí cuando yo tenía 8 años y, lo positivo de su divorcio fue que me permitió desarrollar una bonita relación con mi padre y me dio un respiro, ya que en ‘casa de papá’ podía ser más yo, más auténtica. Cuando comencé mi adolescencia, nos volvimos a vivir a Argentina.
Pero de mis 18 años en adelante, la distancia física entre mi padre y yo, siempre fue una constante, ya que él finalmente hizo su vida en una ciudad de Argentina y mi madre y yo volvimos a España.
Mi padre murió hace 3 años y nunca hablamos de mi adopción.
Al mismo tiempo, mi adopción por parte de mi familia extensa fue desigual. Mis abuelos maternos me quisieron mucho. En cambio, mi abuela paterna no me adoptó como parte de su familia. Por ejemplo, de bebé se refería a mí como ‘la recogidita’, algo de lo que mi padre se enteró accidentalmente y ocasionó un distanciamiento. Yo lo supe ya de adulta y me dolió, confirmando el rechazo que siempre había percibido.
Siendo yo adolescente, mi mamá un día me enseñó mi partida de nacimiento y, por primera vez, supe el nombre de mi primera madre y mi nombre original. Mostré indiferencia pero la verdad es que sí me interesó.
Tenía motivos para ser hermética, y consideré que sería más perjudicial que provechoso compartir mi interés con mi madre y padre adoptivos; además, era un tema ‘mío’. Así, el proceso de búsqueda y encuentro lo hice sola y no he dado más que alguna información en los últimos años. Ahora, me parece curioso que la adolescente que fui gestionara todo el asunto por su cuenta, pero sé que hice bien.
De esta manera, busqué el nombre de mi madre biológica en la guía telefónica y la encontré rápidamente. Después de unas semanas, me animé a llamar pero negó ser ella. A los pocos meses, convencida de que era ella, volví a llamar con miedo y nervios. Y así fue, como a los 15 años tuve la primera y última conversación con mi madre biológica. Fue agradable. Me dijo, entre otras cosas: “Tu papá era alto”, y hasta hoy es el único dato que tengo de él.
Mi madre biológica me ‘dejó la puerta abierta’ para que nos conociéramos en persona.
Además, me confirmó que tenía un hijo mayor que yo y que, después de mí, había tenido tres hijas más. Nadie sabía de mi nacimiento. Enterarme de que yo no existía para mi hermano y para mis hermanas, por un lado, me dolió, y por el otro, me bloqueó. Entonces, pensé que yo podía ser un problema para ella y que no debía molestarla más. Dos años después de este contacto, casi con 18 años, volví a trasladarme a España junto a mi madre y su nueva pareja. Decidí que antes de irme, debía contactar a mi madre biológica una vez más. Sin embargo, el teléfono no estaba operativo así que fui en persona a la dirección que había en la guía telefónica.
Me abrió la puerta una de mis hermanas. La reconocí por el parecido físico. Me comentó que mi madre hacía una semana que se había mudado y no me facilitó su teléfono ni su nueva dirección (ella no sabía quién era yo y yo no le dije nada). Siempre recuerdo ese encuentro que para mí fue impactante.
Pasaron unos cuántos años más y, cuando volví de visita a Argentina, hice algunos acercamientos fallidos más. Sin embargo, no pude dar el paso definitivo. No pude encontrarla.
Muchos años después, busqué en Facebook y encontré a B., una hermana de mi madre. Entonces, supe que mi madre había muerto un año antes de una terrible enfermedad. La fantasía infantil de que ella estaría ahí cuando yo estuviera ‘preparada’ se derrumbó.
Mi madre se había ido con su secreto: yo. Con su ausencia me sentí liberada para descubrir que era su hija. Ese fue el punto de partida con mi familia biológica. Me contacté primero con la hermana de mi madre, mi tía B., a través del chat de Facebook. Después, chateé con una prima y finalmente con mi hermano. Intentamos reconstruir la historia, el retrato de mi madre y nuestro vínculo. Fueron unos momentos muy intensos emocionalmente.
Poco después, viajé de vuelta a Argentina y recibí una cálida bienvenida. Durante esa época sentí una euforia que nunca había sentido, ni he vuelto a sentir, junto con un profundo agradecimiento a la vida, que no solo me restauraba lo perdido sino que me daba mucho más: dos familias, ‘dos vidas en una’.
Al conocer la vida que me habría esperado con mi madre biológica, no siento que la mía haya sido “mejor”. Ambas “versiones” tienen sus puntos buenos y sus dificultades. De hecho, no creo que mi madre me entregara, especialmente, para que yo tuviera mejores oportunidades. Más bien creo que fue por algo emocional y ella no pudo quererme.
La adopción para mí significa que tengo cuatro progenitores. La X que será siempre mi padre biológico y mi papá. Mi madre biológica, que es más que un vientre, y mi mamá. Significa también que hubo una serie de pérdidas que se grabaron en mí.
Creo que la adopción afecta a toda la esfera psíquica de un hijo adoptivo. Las dinámicas específicas que genera, tanto internas como con los progenitores adoptivos, van formando la identidad, la personalidad y la relación con otros.
Soy así porque soy hija adoptiva.

Laura (así es el nombre que su primera madre eligió para ella) es Psicóloga dedicada a la educación. Ha tenido una vida diversa y oportunidad de vivir en varios países. Hoy vive en Centroamérica.
Escribe como forma de catarsis y es vegana. Tiene una pareja y no tiene hijos. Ser madre le parece demasiado complicado. Esté dónde esté, siempre echa de menos personas y lugares.
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