Víctor B.

Nos comparte un viaje íntimo por su historia de adopción,

marcada por el destino y circunstancias inusuales.

Hola. Soy Víctor.

Fui adoptado a los 6 días de vida por una familia, casi por casualidad.

Los Balseiro eran una familia de las que se dice ‘tipo’: mamá, papá, hija e hijo.

Un día, el perro de la familia Balseiro se murió. Entonces, Leonor, la jefa de la familia, tomó un dinero y fue hasta la veterinaria del barrio a comprar otro cachorro. Mientras esperaba que la atendieran, un hombre que estaba allí aguardando su turno le preguntó qué había ido a hacer a ese local. Ella le respondió que su intención era comprar un cachorro para su familia.

Este buen señor bajó su mirada y se quedó pensando (lo cual extrañó tanto a Leonor, quien no se animó a preguntarle nada).

Unos minutos después, el hombre le dijo a Leonor que se había quedado pensando si alguna familia tendría la misma disponibilidad para adoptar un bebé que a un perro. Dicha comparación sonó muy extraña.

Ella le dijo: “¿Por qué me dice esto a mí?”, y el le contestó: “Perdón, es cierto, lo que pasa es que conozco una nena de 16 años que acaba de dar a luz. Es tan solo una niña y está sola. Es de un pueblo del interior. Vino a trabajar a la ciudad. Su familia no sabe que ella estaba embarazada y mucho menos que dio a luz. Lo quiere dar en adopción a cambio de un poco de dinero para poder pagar el pasaje para volver a su pueblo”.

Leonor ni lo pensó. Simplemente le dijo: “Lléveme con ella que quiero conocerla”. “¿En serio?”, preguntó él asombrado. Y así fueron hasta donde vivía esa joven con su bebé recién nacido.

Leonor le dio todo el dinero que tenía encima, equivalente para comprar un perro y tal vez un poco más, y volvió a su casa con un bebé de 6 días de vida envuelto en una manta.

Hasta el día de hoy, nunca pude imaginarme la cara de los tres miembros de esa familia cuando esperaban un perro y en su lugar llegó un bebé de 6 días que no tenía ni nombre, ni documentos, ni fecha exacta de nacimiento.

Cuenta la historia que lo primero que hizo esa mujer fue llamar al médico de la familia para una revisión general de ese nuevo integrante. Todo estaba bien. Ahora había que anotarlo en el registro civil y ponerle un nombre: “Que se llame Víctor, como su abuelo” dijo Leonor. Pero faltaba la fecha de nacimiento.

Desde entonces cumplo años cada 1ero. de mayo, por orden de mi madre. Según ella, era el día ideal ya que nadie se iba a olvidar de saludarme.

Y así fui creciendo, con esos recuerdos de una familia absolutamente mía, sin ninguna sospecha de no parecerme a ninguno de ellos cuatro, al menos en lo físico. Y ellos, que me habían adoptado siendo ya grandes de edad, empezaron a partir.

Mi papá, Juan Antonio, se fue cuando yo tenía 5 años. Mi hermano Juan, a mis 8 años y mi vieja del alma cuando cumplí 15. Ellos tres se fueron sin poder contarme sobre mi origen.

Supe la verdad de mi nacimiento cuando tenía 16 años. Me produjo una extraña sensación no poder ni agradecer, ni reclamar, ya que no tenía a quien preguntarle.

En Agosto del ’83, después de la muerte de mi mamá, sin saber a dónde ir a parar, fui nuevamente recibido por una familia, la cual era amiga de mis padres. De hecho, eran tan amigos de mis papás que yo los llamaba ‘tíos’, y ellos fueron quienes me recibieron, de la mejor manera.

Fue en ese momento cuando empecé a experimentar una nueva sensación de familia y con muy buenos recuerdos. Tantos recuerdos que cuando nuevamente llegó mayo para celebrar mi primer cumpleaños con ellos, la casa se llenó de tíos y primos nuevos. Hubo que hasta presentarme a algunos.

Recuerdo muy bien cuando una tarde de sábado del mes de octubre de 1984 me dijeron, cara a cara, que había sido adoptado. Las primeras sensaciones que sentí fueron de gratitud y de pena. Pena por no poder agradecer a mi vieja tanto amor y sacrificio (con todo lo que significa criar a un hijo tratando de ser madre y padre al mismo tiempo).

Mi Mamá me mandó al Colegio San José de Morón (que era uno de los mejores de Zona Oeste) y, aunque yo sabía de su esfuerzo trabajando todo el día, no dejaba de sentir su ausencia en los típicos actos escolares y reuniones de padres. Les aseguro que todos estos recuerdos me dibujan una sonrisa en el rostro, cada vez que aparecen. Fui muy feliz en todos esos años y hoy puedo comprender que no se animara a contarme esa historia del cachorro que fue a buscar o que el primer abrazo que recibí en mi vida no había sido de parte de ella.

En este último tiempo, reflexioné mucho sobre mis orígenes. Intenté imaginarme a aquella niña de 16 años, embarazada, en esos momentos. Pienso mucho en la valentía de seguir adelante con ese embarazo, sola y lejos de su familia.

No puedo evitar imaginarla hoy en día, y cuando veo pasar cerca mío a una mujer de su edad aproximada (si yo tengo 51 años, ella tiene 67), y me pregunto: ‘¿Cómo será?’.

Nunca supe de ella, ni su nombre, ni ese pueblo a dónde ella regresó en aquel tiempo. Soy muy consciente de que sería casi milagroso encontrarla ya que fui anotado directamente con mi nombre y apellido actuales. No hubo proceso de adopción alguno (en esos años la entrega directa era más común). Tampoco viven ya los familiares que estuvieron presentes en esos años.

Habitualmente circulan por mi mente algunas cuestiones como: ‘¿Me gustaría encontrarla? ¿Quisiera verla cara a cara? ¿Qué le diría mirándola a los ojos?’ Me hice todas estas preguntas y alguna más también, y en ninguna respuesta aparece la palabra ‘reclamo’; más bien aparece el agradecimiento.

Lo escribo. Parece fácil, pero quién sabe cuál sería mi reacción en esa situación.

Tengo como referencia un amigo que pudo encontrar a su mamá en un pueblito perdido en el interior de nuestro país, y pude preguntarle qué le dijo, qué sintió, y me respondió: “Ya está, cerré mi historia, agradeciéndole” . Y me pareció algo simple y enorme al mismo tiempo.

Hoy, ya no me queda otra opción que aceptar que se abre como una especie de “oficina de reclamos” cuando un médico me pregunta antecedentes familiares de esto o aquello y le respondo que la verdad es que no lo sé, ya que soy adoptado. El médico sonrie y me pide disculpas (a lo que respondo invariablemente “usted no tenía por qué saberlo…”).

Soy Víctor Balseiro, hijo de Leonor y Juan Antonio, y a pesar de que se fueron hace muchos años, y consciente de que aún no sé ni el nombre de la mujer que con sólo 16 años tuvo la valentía y el coraje de darme en adopción, a veces miro al cielo y me pregunto: “¿De qué planeta viniste?”.

Foto de Victor B

Víctor es Orgullosamente Adoptado.

Además, es productor y conductor de radio.

Lo pueden escuchar todos los miércoles a las 18hrs. por Radio Grote en Almas con Historia, canciones y entrevistas.

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